Dios, ¡sálvame de la muerte!
Leamos el Salmo 88 e intentemos saber cuál es su género.
El Salmo 88 es un lamento individual, en el que el autor, Hemán el ezraíta, clama a Dios por la salvación de la muerte. Como hemos aprendido, los salmos de lamento comienzan con una petición y finalizan con una declaración de confianza en Dios, pero el Salmo 88 se destaca porque no aparece la declaración de confianza. El salmista le tiene miedo a la muerte inminente, y por eso, clama a Dios por ayuda y rescate desde la agonía de la muerte. Es como si el salmo expresara el temor y pánico de ese momento, en el cual el autor le pide a Dios la salvación de la muerte cierta. Podemos resumir este salmo con la frase corta y sencilla, “Dios, ¡sálvame de la muerte!” Leamos el salmo de nuevo, notando la desesperación del salmista, junto con sus peticiones a Dios.
Considerando la estructura del salmo, lo podemos dividir en tres estrofas que exponen la petición del salmista. En los versículos 1–2, tenemos la petición del salmista a Dios. La segunda estrofa expresa el temor del salmista frente a la muerte y su deseo de seguir viviendo para alabar a Dios (vv. 3–12). En la estrofa final vuelve a pedir el rescate y socorro de Dios en su momento de peligro mortal (vv. 13–18).
Leamos el salmo una tercera vez, notando cómo el salmista expresa su entendimiento de la muerte.
3 Porque mi alma está hastiada de males,
Y mi vida cercana al Seol.
4 Soy contado entre los que descienden al sepulcro;
Soy como hombre sin fuerza,
5 Abandonado entre los muertos,
Como los pasados a espada que yacen en el sepulcro,
De quienes no te acuerdas ya,
Y que fueron arrebatados de tu mano.
6 Me has puesto en el hoyo profundo,
En tinieblas, en lugares profundos.
7 Sobre mí reposa tu ira,
Y me has afligido con todas tus ondas. Selah
8 Has alejado de mí mis conocidos;
Me has puesto por abominación a ellos;
Encerrado estoy, y no puedo salir.
9 Mis ojos enfermaron a causa de mi aflicción;
Te he llamado, oh Jehová, cada día;
He extendido a ti mis manos.
10 ¿Manifestarás tus maravillas a los muertos?
¿Se levantarán los muertos para alabarte? Selah
11 ¿Será contada en el sepulcro tu misericordia,
O tu verdad en el Abadón?
12 ¿Serán reconocidas en las tinieblas tus maravillas,
Y tu justicia en la tierra del olvido?
Sabemos que los santos del Antiguo Testamento no tenían la ventaja de toda la revelación que tenemos hoy en día, tampoco tuvieron el ejemplo de la resurrección corporal de Jesucristo. Después de la muerte física, los creyentes en Dios esperaban llegar al Seol, el lugar de los fallecidos. Se entiende en el AT que el cuerpo del difunto yacía en el sepulcro y su alma (la parte inmaterial) descendía al Seol. No es igual al infierno, puesto que al final del juicio del gran trono blanco el Hades (la palabra griega que se traduce el Seol) será lanzado al lago del fuego (Apocalipsis 20:14–15).
Todos los hombres, justos e injustos, descendían al Seol al morir (por ejemplo, aquí tenemos al salmista, un hombre justo, que tenía la expectativa de que su cuerpo yaciese en el sepulcro (v. 4) y que su alma descendiera al “hoyo profundo”, a los “lugares profundos” (v. 6), a las tinieblas (vv. 6, 12), de donde uno no puede salir (v. 8).
Por eso, el justo del Antiguo Testamento no anhelaba la muerte, porque desde el Seol, no tendría el privilegio de alabar a Dios ni proclamar sus bondades a los demás (v. 10). No podría cantar la misericordia ni la bondad de Dios desde el Seol (v. 11), ni repasar todo lo que Dios había hecho (v. 12). Solamente los vivos (desde el templo de Dios) podían alabar y adorar a Dios, por el cual, el salmista le pide a Dios rescate del peligro de la muerte para que pueda seguir alabando y adorándolo a Él.
Nosotros los discípulos de Jesucristo tenemos una perspectiva completamente distinta de la muerte, y es por la resurrección de Jesús. Dice Pablo a los tesalonicenses, “Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él” (1ª Tesalonicenses 4:14). “Así que vivimos confiados siempre, y sabiendo que entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor (porque por fe andamos, no por vista); pero confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor” (2ª Corintios 5:6–8). Esa confianza es tan profunda que Pablo pudo explicar, “Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia. Mas si el vivir en la carne resulta para mí en beneficio de la obra, no sé entonces qué escoger. Porque de ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Filipenses 1:21–23).
¡Que confianza tenemos debido a la resurrección de Jesucristo! Es posible que un cristiano pase por peligro de muerte hoy en día, de hecho, dijo Pablo (citando el Salmo 44), “Por causa de ti somos muertos todo el tiempo; somos contados como ovejas de matadero” (Romanos 8:36). Pero Pablo responde con esta declaración de confianza, “Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:38–39).
Por tanto, como discípulos de Jesucristo, podemos orar a Dios en el momento de peligro pidiéndole que nos salve de la muerte, pero si Dios permite que yo muera, tengo toda la confianza de que poseo vida eterna y estaré con Jesús en el instante en que se separe mi alma y espíritu de mi cuerpo, “y así estaremos siempre con el Señor” (1ª Tesalonicenses 4:17).
