Orando los Salmos: Salmo 25

Dios, guárdame para que no sea avergonzado.

El Salmo 25 es un salmo de lamento individual, en que David encomienda su vida a Dios para su protección. Los salmos de lamento empiezan con una dificultad o problema y finalizan con una declaración de confianza en Dios. En el Salmo 25, David levanta su alma a Dios y pide que Dios le rescate de sus enemigos, guardándolo para que no sea avergonzado (vv. 1–5). David hace esta petición sobre la base de la misericordia, perdón y bondad de Dios, pidiendo que Dios se acuerde de su nombre y su pacto (vv. 6–14). David finaliza el salmo alabando a Dios, porque solo en Él se puede confiar (vv. 15–22).

Este salmo se escribió en forma acróstica, es decir que la primera letra de los versículos corresponde a las letras del alfabeto hebreo. Este mecanismo ayudaba a memorizar el salmo, y le dio un toque estético muy hermoso, aunque no lo podemos ver en nuestras traducciones.

En el Salmo 25, vemos que David está confiando en las promesas de Dios, en especial el amor leal (jesed) y los pactos que Dios había hecho. Por eso, aunque sus enemigos le amenazaban, David invoca a la fidelidad de Dios para que le ayude y no sea avergonzado ante sus enemigos.

1 A ti, oh Jehová, levantaré mi alma.
Dios mío, en ti confío;
No sea yo avergonzado,
No se alegren de mí mis enemigos.
Ciertamente ninguno de cuantos esperan en ti será confundido;
Serán avergonzados los que se rebelan sin causa.
Muéstrame, oh Jehová, tus caminos;
Enséñame tus sendas.
Encamíname en tu verdad, y enséñame,
Porque tú eres el Dios de mi salvación;
En ti he esperado todo el día.

En la primera parte de este salmo, David llama a Dios para que lo salve de sus enemigos. Encomienda su vida a Dios para que sus enemigos no se alegren de él (vv. 1–3). Quiere la sabiduría de Dios en ese momento porque Dios es su única salvación y esperanza (vv. 4–5).

Acuérdate, oh Jehová, de tus piedades y de tus misericordias,
Que son perpetuas.
De los pecados de mi juventud, y de mis rebeliones, no te acuerdes;
Conforme a tu misericordia acuérdate de mí,
Por tu bondad, oh Jehová.
Bueno y recto es Jehová;
Por tanto, él enseñará a los pecadores el camino.
Encaminará a los humildes por el juicio,
Y enseñará a los mansos su carrera.
10 Todas las sendas de Jehová son misericordia y verdad,
Para los que guardan su pacto y sus testimonios.
11 Por amor de tu nombre, oh Jehová,
Perdonarás también mi pecado, que es grande.
12 ¿Quién es el hombre que teme a Jehová?
El le enseñará el camino que ha de escoger.
13 Gozará él de bienestar,
Y su descendencia heredará la tierra.
14 La comunión íntima de Jehová es con los que le temen,
Y a ellos hará conocer su pacto.

En esta segunda sección, aprendemos el por qué David tiene tanta confianza en Dios: David no está buscando socorro por todos lados, esperando que alguien le oiga y ayude. No, David confía en Dios porque Dios se ha comprometido con él y con la nación de Israel a través de los pactos que ha hecho; Dios hizo un pacto con Abraham y sus descendientes, prometiéndoles una tierra y una bendición (v. 13; cp. Génesis 12:1–7); Dios hizo un pacto con la nación de Israel en el monte Sinaí, comprometiéndose a bendecirles siempre que Israel obedeciera la ley de Dios (v. 10; cp. Deuteronomio 28:1–2); Dios hizo un pacto con el rey David, garantizando su amor leal, su misericordia para siempre con David y sus hijos (v. 6; cp. 2º Reyes 7:12–16). Por eso, David enumera a Dios las promesas que ha hecho, expresando su confianza en la Palabra y las promesas de Dios.

15 Mis ojos están siempre hacia Jehová,
Porque él sacará mis pies de la red.
16 Mírame, y ten misericordia de mí,
Porque estoy solo y afligido.
17 Las angustias de mi corazón se han aumentado;
Sácame de mis congojas.
18 Mira mi aflicción y mi trabajo,
Y perdona todos mis pecados.
19 Mira mis enemigos, cómo se han multiplicado,
Y con odio violento me aborrecen.
20 Guarda mi alma, y líbrame;
No sea yo avergonzado, porque en ti confié.
21 Integridad y rectitud me guarden,
Porque en ti he esperado.
22 Redime, oh Dios, a Israel
De todas sus angustias.

En la parte final, David expresa su plena confianza que Dios lo salve a él y rescate a Su pueblo, la nación de Israel. El objeto de su confianza es solamente Dios, por eso, sus ojos siempre están dirigidos hacia Él. Aunque los enemigos se han multiplicado, David tiene confianza que Dios le guardará y que no será avergonzado ante ellos.

Si bien no enfrentamos a soldados armados en la guerra como David, pasamos por varias dificultades cada día. Si bien, aunque no somos la nación de Israel, los descendientes de Abraham o David, los a quienes Dios sacó de Egipto, y los pactos que Dios hizo con ellos no se aplican a nosotros, pero a la vez, Dios “nos ha dado preciosas y grandísimas promesas” (2ª Pedro 1:4) en Cristo Jesús.

  • Jesús nos ha prometido, “al que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37).
  • También dijo, “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano” (Juan 10:27–28).
  • Las Escrituras nos prometen, “Todo aquel que en él creyere, no será avergonzado” (Romanos 10:11).
  • Tenemos la palabra fiel, “Si somos muertos con él, también viviremos con él; si sufrimos, también reinaremos con él” (2ª Timoteo 2:11–12).

Hoy día podemos orar el Salmo 25 con esta frase sencilla, “Dios, guárdame para que no sea avergonzado.”

¿Cómo podemos aplicar el tema principal del Salmo 25 a nuestras vidas?

Muchas veces tememos ser avergonzados en la vida, en el colegio, en el trabajo, en el matrimonio. Si tenemos confianza en otras personas, es posible que nos decepcionen; ni siquiera podemos confiar en nosotros mismos. Y cuando hablamos del problema de nuestro pecado, de estar separado de Dios, de estar bajo la condenación eterna de Dios por nuestros pecados, ¿en quién podemos confiar para que no seamos avergonzados? El Catecismo de Heidelberg, escrito en 1563, empieza con la misma pregunta.

¿Cuál es tu único consuelo tanto en la vida como en la muerte?

Que no me pertenezco a mí mismo (1ª Corintios 6:19–20), sino que pertenezco en cuerpo y alma, en la vida y en la muerte (Romanos 14:7–9) a mi fiel Salvador, Jesucristo (1ª Corintios 3:23; Tito 2:14), quien pagó por completo todos mis pecados con su preciosa sangre (1ª Pedro 1:18–19; 1ª Juan 1:7–9; 2:2), y me ha liberado de la tiranía del diablo (Juan 8:34–36; Hebreos 2:14–15; 1ª Juan 3:1–11). También cuida de mí de tal manera (Juan 6:39–40; 10:27–30; 2ª Tesalonicenses 3:3; 1ª Pedro 1:5) que ni un solo cabello de mi cabeza puede caer sin la voluntad de mi Padre que está en el cielo (Mateo 10:29–31; Lucas 21:16–18); por cierto, es necesario que todas las cosas colaboren para mi salvación (Romanos 8:28). Porque pertenezco a Cristo, él mediante su Espíritu me asegura la vida eterna (Romanos 8:15–16; 2ª Corintios 1:21–22; 5:5; Efesios 1:13–14), y me hace completamente dispuesto y listo para vivir para él de ahora en adelante (Romanos 8:1-17).

Como dijo Pablo, citando a Isaías, “Todo aquel que en él creyere, no será avergonzado” (Romanos 10:11; Isaías 28:16). Dios nos guardará en Cristo para que jamás seamos avergonzados. Jesucristo es nuestra única esperanza tanto en la vida como en la muerte.

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