Dios, envíanos a tu Rey eterno
El Salmo 89 es un salmo real, que habla en términos del pacto davídico del reinado teocrático. Dentro de este salmo extenso, hay varios elementos del salmo real, el salmo de alabanza y lamento nacional. Igual como el salmo anterior, el Salmo 89 fue escrito por otro ezraíta, Etán (cp. 1º Reyes 4:31). Parece que el salmista está mirando hacia atrás a lo largo de la historia de los judíos, después del cautiverio babilónico y la derrota de la dinastía davídica (por ejemplo, vv. 38, 44, 51). En el salmo, repasa la historia de Dios y su pacto, revisa la situación actual y le pide que Dios tenga misericordia una vez más de Israel y sus reyes ungidos.
Dentro del salmo, tenemos cuatro movimientos que nos hacen meditar en la bondad y las promesas de Dios con Israel y con David en específico. Generalmente, los primeros versículos del salmo ponen el tema central y el género. Los versos 1–4 alaban a Jehová por su misericordia (jesed), la cual es la base de su pacto con el rey David y sus hijos para siempre. La segunda sección alaba a Dios (vv. 5–18), destacando sus atributos y sus maravillas a lo largo de la historia de Israel. El tercer movimiento (vv. 19–37) repasa el pacto de Dios con David y sus hijos, exponiendo las promesas que Dios hizo (cp. 2º Samuel 7; Salmo 2). La sección final del salmo revisa la situación actual (vv. 38–45) y hace la famosa pregunta de los lamentos, “¿hasta cuándo?” (vv. 46–51). Al final del salmo, se agrega una bendición (v. 52) que da término al tercer libro de los salmos (Salmos 73–89).
Dios prometió su amor leal a David y a sus hijos (vv. 1–4)
Leamos los primeros versículos del salmo, notando en la primera sección varias palabras claves, como “misericordia” (la base del pacto con David), “siempre” (la duración del pacto) y “edificar”. Podemos recordar que David quería construir una casa, un templo, para Dios, pero Dios prometió edificar una casa, una dinastía, para David (2º Samuel 7:4, 11, et al).
1 Las misericordias de Jehová cantaré perpetuamente;
De generación en generación haré notoria tu fidelidad con mi boca.
2 Porque dije: Para siempre será edificada misericordia;
En los cielos mismos afirmarás tu verdad.
3 Hice pacto con mi escogido;
Juré a David mi siervo, diciendo:
4 Para siempre confirmaré tu descendencia,
Y edificaré tu trono por todas las generaciones. Selah
En el primer verso, el salmista pone como propósito cantar del amor leal (jesed, misericordias) de Dios para siempre (v. 1). Esa fidelidad merece una mención continua porque es un amor que nunca falla, y los versículos siguientes repasan la fidelidad de Dios con David, citando las palabras de Dios mismo (vv. 2–4). Jehová mismo dijo que edificaría la descendencia de David para siempre (v. 2; cp. 2º Samuel 7:12, 16). Jehová mismo hizo pacto con David, jurando que sus descendientes se sentarían en su trono para siempre (vv. 3–4; cp. 2º Samuel 7:16).
Los hijos de Israel alaban a Dios (vv. 5–18)
En la segunda sección (vv. 5–18), el salmista alaba a Dios por quién es y por lo que ha hecho a lo largo de la historia de Israel. Notemos los atributos de Dios que el salmista destaca, junto con sus maravillas para la nación de Israel.
Las alabanzas a Dios resonarán desde la tierra a los cielos (v. 5) porque nadie se iguala a Dios (v. 6), mostrando su poder a su pueblo y a todas las naciones alrededor (v. 7). El poder de Dios le rodea (v. 8) a fin de que ningún otro le pueda turbar (v. 9). Su proeza definitoria fue la derrota de Egipto (Rahab), cuando quebrantó a Faraón y sus ejércitos (v. 10). La creación magnifica su grandeza como Creador (vv. 11–13), y su soberanía se destaca en justicia (v. 14). Por eso, la nación de Israel se alegra en el nombre de su Dios (vv. 15–17), agradeciendo y alabando a su Protector y Rey (v. 18).
Dios hizo pacto con David y sus hijos (vv. 19–37)
El tercer movimiento recuerda las palabras de Dios a David en cuanto a sus descendientes, los reyes de Judá. Será de ayuda leer esta sección comparándola con la historia del pacto davídico en 2º Samuel 7.
Dios apareció en una visión a Natán el profeta e hizo pacto con David (v. 19; cp. 2º Samuel 7:4). Dios escogió a David como su ungido y le exaltó de un pastor hasta ser el rey de Israel (v. 20). Con esa unción, Dios siempre estaba a su lado, fortaleciéndolo y protegiéndolo de sus enemigos (vv. 21–23). Dios fielmente exaltaba a David a ser rey de toda la nación de Israel (vv. 24–25), siendo un Padre para él y David su hijo predilecto (vv. 26–27). Dios hizo ese pacto para siempre, primero con David y después con sus hijos (vv. 28–29). Aunque sus hijos dejaran de ser fiel con Él, Dios prometió ser fiel con su pacto y tener misericordia de ellos (vv. 30–34; 2º Samuel 7:14–15). Dios juró a David que su trono sería firme para siempre, como el sol y la luna (vv. 35–37; 2º Samuel 7:16).
Los hijos de Israel lamentan la derrota del reinado davídico (vv. 38–51)
La sección final tiene muchos de los elementos de un lamento nacional, preguntando a Dios por la derrota de Judá, la destrucción del templo y el fin de la dinastía de los reyes hijos de David. Observemos las preguntas que el salmista hace a Dios y la confusión de cómo Dios cumpliría sus promesas después de la caída de los reyes davídicos.
Hemos visto antes en los salmos y en el Antiguo Testamento que el título “ungido” (o mesías) se refiere al rey David o sus hijos, los reyes ungidos (v. 38). En esta sección, Etán el salmista está confundido porque, con la derrota de Jerusalén, parece que Dios rompió su pacto con David y no ha sido fiel con las promesas de protección, de victoria en la guerra, de la sucesión de su trono y de la vida larga (vv. 39–45).
Por eso, el salmista le hace preguntas a Dios, pidiendo que termine su castigo y restaure al rey ungido. El salmista sabe que no vivirá por siempre, y tiene ganas de ver la restauración del trono de David (vv. 46–48). Le pide que Dios tenga misericordia de Israel por la fidelidad de su pacto (v. 49), por los sufrimientos de su pueblo (v. 50) y por la manera que los enemigos de Dios han deshonrado a Judá (v. 51). Etán quería que Dios enviara al Rey eterno.
De esta manera termina el salmo, dejándonos con la duda de cómo respondería Dios, pero la petición del salmista queda clara. En una oración sencilla está pidiendo “Dios, envíanos a tu Rey eterno”. La oración constante de los israelitas en el cautiverio babilónico y después fue que Dios les restaurara a su tierra y que viniera el rey hijo de David.

¿Cómo podemos aplicar el tema principal de este salmo a nuestras vidas?
El Salmo 89 expresa el deseo de los creyentes del Antiguo Testamento después de la destrucción del templo y la ciudad de Jerusalén. Fuera de su tierra, sin el templo para adorar a Dios y sin el rey ungido, los judíos esperaban y oraban que Dios enviara al rey, el hijo de David, para rescatar a Israel y establecer de nuevo la teocracia.
Por setenta años en Babilonia, judíos fieles como Daniel oraban, pidiendo que Dios permitiera que Israel volviera a su tierra (Daniel 9:1–19). Los profetas como Ezequiel hablaban por Dios, prometiendo que Dios restauraría la tierra de Israel y la línea de David (Ezequiel 37:15–28). Jeremías profetizó de esta restauración claramente, “En aquel día, dice Jehová de los ejércitos, yo quebraré su yugo de tu cuello, y romperé tus coyundas, y extranjeros no lo volverán más a poner en servidumbre, sino que servirán a Jehová su Dios y a David su rey, a quien yo les levantaré” (Jeremías 30:8–9). Pero después de volver a la tierra y construir el templo con Zorobabel, Hageo y Zacarías, el rey nunca apareció, y por 400 años Dios guardó silencio.
El Nuevo Testamento da inicio con estas palabras, “Libro de la genealogía de Jesús el Cristo [el ungido], hijo de David, hijo de Abraham” (Mateo 1:1). Mateo quiere que todo el mundo entienda que Jesús de Nazaret es el Rey prometido, el hijo de David. Cuando Jesús comenzó su ministerio público, predicaba a la nación de Israel, “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mateo 4:17). ¡Jesús es el Rey eterno!
Los evangelios nos cuentan la historia de las enseñanzas y milagros de Jesús, pero después de tres años, la misma nación de Israel le rechazó, condenándolo a muerte con el insulto, “No tenemos más rey que César” (Juan 19:15). Pero no terminó la historia aquí, porque en las palabras del apóstol Pedro, “Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él, como vosotros mismos sabéis; a este, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole; al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella” (Hechos 2:22–24). Dios “levantó al Cristo para que se sentase en su trono” (Hechos 2:30) y ahora está sentado a la diestra del Padre, “de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies” (Hebreos 10:13; 1:3).
Viene el día en que volverá Jesús el Rey eterno a la tierra, y todo ojo le verá (Apocalipsis 1:7). Sus ojos serán una llama de fuego, y sobre su cabeza habrá muchas diademas. Su nombre es: EL VERBO DE DIOS. De su boca saldrá una espada afilada para herir con ella a las naciones, y las regirá con vara de hierro. Él mismo pisará el lagar del vino del furor de la ira de Dios Todopoderoso. En su manto y en su muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES (Apocalipsis 19:11–16).
Nosotros hoy en día podemos orar el Salmo 89 con Etán el ezraíta, “Dios, envíanos a tu Rey eterno”. “Amén; sí, ven, Señor Jesús” (Apocalipsis 22:20).